Leo “Una casa para siempre”, de Vila-Matas, y tengo la impresión de estarme enfrentando a un plato de Ferrán Adriá, original, sorprendente y sofisticado. También, no debo omitirlo, percibo en él un cierto carácter evanescente que me hace echar de menos la sencilla contundencia de un buen asado o un plato de cuchara.
A la vez, releo “El silencio del patinador”, de J.M. de Prada, que en su día ya glosé en aquí. La primera lectura, apasionada, la hice con los ojos de un lector voraz, si bien en esta ocasión he acometido la labor con mentalidad analítica, desmenuzando cada párrafo y sometiendo las palabras al frío dictamen del microscopio. El resultado es que ya se hace patente el principal defecto del autor, su carencia de sustrato real, atenuado por la brevedad y las especiales características del género. También resulta visible la alambicada estructura de alambres retorcidos que sustenta la filigrana de su prosa, sin que esto cause que uno sienta menos admiración por su perfecta maestría, que redunda en que, a pesar del citado defecto, sea una de las compilaciones de cuentos más notables que he leído. Un servidor no acaba de entender cómo, tras alumbrar este libro y “Las máscaras del héroe”, ha podido diluirse su inmenso talento en debates televisivos de madrugada, artículos en el ABC y novelas prescindibles, y no albergo ninguna duda de que su caso será compendiado en los anecdotarios de la posteridad junto con los casi cuarenta años sabáticos de Rosini y la muerte de Baudelare.
Y acometo estas lecturas tras abandonar a la mitad el inmenso ladrillo “Terra nostra”, de mi admirado Carlos Fuentes, sin duda concebida bajo la influencia del realismo mágico y que un servidor considera no le hacía ningún bien al autor, que ha demostrado en su obra posterior, la primera que yo leí, que ha sabido encontrar su camino en la contundencia y profunda humanidad de sus personajes.
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