Un axioma que
cualquiera puede asumir es que quien depende de la generosidad ajena para
satisfacer sus necesidades elementales no está en condiciones de exigir nada, y
hoy mismo Grecia depende de la línea de liquidez del BCE para poder sostener el
corralito. Tan pronto la UE colme su paciencia y la cierre, los cajeros
automáticos helenos dejarán de proporcionar su magro suministro a los
ciudadanos en cuestión de días, no más de dos o tres, y en menos de un mes
escasearán los productos básicos y las medicinas, igual que si el país acabase
de emerger de un cataclismo o una guerra. Así de crítica es la situación del
país.
Es por tanto comprensible
que los socios de la unión, y no solo los más tronantes, sino muchos modestos,
que han realizado grandes esfuerzos para mantener sus cuentas en orden, como
Lituania o la propia España, estén molestos con la díscola actitud del
ejecutivo griego.
Aparte de
todo lo citado, el resultado de una votación en un país de once millones de
habitantes tiene escaso peso en las decisiones de los representantes soberanos
de quinientos. El referéndum griego, aparte de una pérdida de tiempo y un completo
despropósito, se antoja parte de las
alharacas ceremoniales previas a la autoinmolación, que es lo que parece
que va a perpetrar el país heleno.
La reunión de
ayer demostró que la paciencia del resto de miembros de la Unión está tocando a su fin, y Grecia tendrá dos opciones: plegarse a las exigencias de sus socios o saltar al abismo, y cada vez queda menos tiempo para bravuconadas tabernarias.