Cuando
alguien se perpetúa en el poder, tiende a entender el territorio que gobierna
como su cortijo y a sus electores como súbditos, cuando no siervos. Por eso es
tan sana la alternancia en democracia, aunque sean sólo dos partidos los que
roten, y por eso la alcaldesa de Valencia no exhibe pudor alguno en justificar
unos gastos suntuarios, amorales y evidenciadores de una absoluta carencia de vergüenza,
que merecerían su dimisión inmediata o, en su defecto, su cese fulminante y
ulterior expulsión del partido.
De igual
modo, los emolumentos percibidos por Trillo y Pujalte pueden ser perfectamente
legales, pero son por completo amorales. Si una empresa paga esas cantidades,
aunque oficialmente sea en concepto de “asesoramiento verbal”, todo el mundo
sabe que semejantes pagos no pueden tener otro propósito que el de comprar
voluntades.
Si a esto le
sumamos el caso Gürtel, el Bárcenas, el ERE, el Merca Sevilla, El Bankia y un largo e inagotable etcétera, no es de extrañar que el ciudadano común perciba la
política como un inmenso cubo de mierda
y a las cortes y distintas administraciones como una versión moderna de la
cueva de Alí Babá.