La solución a los millones de refugiados sirios que
han abandonado su país o están a punto de hacerlo no es cerrar las fronteras y
los ojos y oídos al problema, como tampoco lo era abrir las puertas de par en par
y conceder barra libre de ciudadanía europea a todo el que la quiera.
Nos encontramos ante un tremendo dilema moral
entre lo que un país, o en este caso una entidad supranacional, debe hacer y lo
que puede permitirse hacer, entre la ética y la justicia y la dureza de las cifras
y balances.
La realidad es que existe un país, con
aproximadamente la mitad de la población de España literalmente devastado por
la guerra entre un dictador sin escrúpulos y unos fanáticos con menos aún, una infierno
en cuya creación la responsabilidad de las potencias occidentales (léase EEUU y
UE) es evidente. Una vez más, los grandes arquitectos del nuevo orden mundial
jugaron a aprendices de brujos (léase primavera árabe) y, una vez más, la
cagaron estrepitosamente.
Parece meridianamente claro que la solución debe
aplicarse en origen, pero occidente se limita a permitir que Rusia apoye al
dictador y emitir una tibia protesta para salvaguardar las formas.
Entretanto, tenemos a centenares de miles de
personas que huyeron del infierno y encontraron un purgatorio igual o peor,
cuando no la muerte. Y Europa sólo parece preocupada de levantar verjas, de
metal o políticas, y que nada altere su cómoda seguridad.
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