Dice Pedro Sánchez que él no firma nada, sobre
todo si es antes de las elecciones. Pablo Iglesias tampoco, pues los independentistas
se convertirán al españolismo por arte de birlibirloque al ver sentado en la Moncloa
a un político de su clase y tronío; cosas que tiene el carecer de abuela.
Alberto Garzón sólo fue allí para escenificar su desacuerdo mediante un
chascarrillo malo.
En este país, oponerse a algo, aunque sea un
auténtico dislate, está mal visto. Quizá porque el hecho en sí de mostrar
rechazo se considere reaccionario, herencia de ocho años de zapaterismo. Aunque
IU ya demostró bochornosa y deshonrosamente la vergüenza de la
indefinición en infinidad de ocasiones en la comunidad autónoma vasca frente a
las marcas blancas de ETA, antes y después de la era ZP.
También es posible que en este caso se cumpla el
paradigma, postulado por Javier
Pérez, según el cual el queso de Burgos es el más vendido porque carece
absolutamente de sabor y, por tanto, no le desagrada por completo a nadie.
Padecemos unos políticos descafeinados y
desideologizados, algunos parece que lobotomizados, que se arrancan los
cabellos y se asperjan con agua bendita (aunque pretendan erradicar la asignatura
de religión) en cuanto oyen la palabra prohibición, aunque se trate de prohibir
la barbarie. Incluso Rajoy, a la vista de las elecciones, se ha abstenido de
obrar con la contundencia precisa.
Por eso no es de extrañar que Forcadell le importe un pimiento transgredir
las normas, aunque sean las de la cámara que preside.
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