La guerra de cifras y desmentidos entre el gobierno entrante y el saliente de Castilla la Mancha viene a confirmar lo que era un secreto a voces: el despilfarro demencial que supone el estado de las autonomías.
El caso de Castilla la Mancha resulta particularmente sangrante y paradigmático, pues, tratándose de una de las regiones más paupérrimas del estado, ha derrochado a puños llenos con su televisión autonómica y su caja de ahorros agujereada como ninguna, con sus obras faraónicas y perecederas, como el aeropuerto de Ciudad Real o el AVE Ciudad Real Albacete.
Esa forma de edificar un estado dentro de otro que suponen las autonomías, ese modo de multiplicar los parlamentarios, altos cargos y funcionarios, es un lujo que España no se puede permitir. Ya fue un error en su día, apenas por contentar a vascos y catalanes, pero hoy resulta sencillamente inasumible.
Cuando una familia atraviesa dificultades económicas, lo primero que elimina son los gastos superfluos y suntuarios, y lo mismo, en buena ley, debiera hacer el estado. Si resulta evidente, incluso para el más lerdo, que el tamaño supone la única forma de sobrevivir en una economía cada vez más globalizada y competitiva, no tiene sentido alguno fragmentar el estado y avanzar en la dirección contraria a la que indica la razón.
Para derramar más sangre, durante todos estos años los partidos nacionalistas han hecho de la lucha identitaria su razón de ser, su medio de robar votos a los partidos nacionales inoculando la falacia de que la independencia es la solución a todos los males, cuando en realidad sería su causa más segura e inmediata si llegara a producirse.
Tenemos un estado fraccionado e insostenible y unas cuentas que no cuadran. Tenemos millones de catalanes y vascos firme e ilusoriamente convencidos de que andaluces y extremeños viven a su costa. Tenemos, en definitiva, un problema de tres cojones, y a nadie que posea los idems precisos para abordarlo.
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