Contemplo
con estupor en las noticias que un ex concejal de Masquefa atropelló a dos
vecinos por retirar una bandera de España que él acababa de colocar frente al
ayuntamiento. Pero me dejan aún más atónito las declaraciones de uno de los
atropellados, que calificaban a la causa de la discordia como “bandera trampa”,
y afirmaba, indignado, que él había caído en ella.
Muy
mal están las cosas si una bandera nacional, amparada por la constitución que
nos rige a todos, supone una provocación de tal calibre que ningún vecino puede
sustraerse a ella. Volvemos de nuevo a esas historias de opereta y España profunda
(en este caso Cataluña profunda), dignas de protagonizar una película de
Berlanga.
Poco
futuro le auguro a Europa con esta mentalidad: se supone que debiéramos
sentirnos ciudadanos europeos y después del mundo, pero cada vez nos vemos más
infiltrados por el espíritu de la taifa, ese estúpido afán de sentirnos
diferentes del resto por algo tan nimio como haber nacido unos kilómetros más allá
de un lado u otro.
Estas
son las consecuencias de la creciente radicalización nacionalista auspiciada y
alimentada por el mercadeo de favores con unos y otros en el parlamento
nacional: dos ciudadanos corrientes a los que la mera vista de la enseña
nacional les supone una afrenta intolerable, y un ex concejal dispuesto a
atropellarles por ello. Esto viene a probar que hablar de nacionalismo moderado
es una antinomia, así como que toda doctrina política que se base en la
diferenciación geográfica constituye una clara lacra para la sociedad, máxime si
les permitimos hacer de los centros de enseñanza sus sedes de implantación ideológica
o lavado de cerebro, llámese como se quiera.
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