Perecer
a manos de una turba iracunda es algo que no se le puede desear ni siquiera a
un tirano sanguinario y execrable como Gadaffi, si bien es de justicia reconocer
que el dictador libio se ganó a pulso su suerte.
Y
no se trata tan solo de que haya sojuzgado a su pueblo durante cuatro décadas o
que haya reprimido con mano de hierro cualquier disidencia; tampoco porque se
haya permitido excesos como contar con una guardia de corps compuesta por 200
vírgenes o alojarse en una tienda de seda digna de las mil y una noches en sus
desplazamientos por el extranjero pocos años atrás, cuando era considerado un amigo de occidente y no el enemigo
público número uno, tras la caída de Bin Laden.
Gadaffi
ha tenido múltiples ocasiones de dejar el poder honrosamente, y alguna más de
hacerlo preservando el pellejo, pero las ha despreciado todas. Desde que la
OTAN apoyara con decisión a la insurgencia, sus horas estaban contadas, y, a
despecho de todo razonamiento, se empeñó en perpetuar un terrible y sangriento
declive del régimen.
Por
todo lo citado, no es de extrañar que haya encontrado su final como una pieza
de caza: humillado, abatido y expuesto. Y los gobernantes occidentales no
pueden aplaudirlo, pero respiran aliviados.
3 comentarios:
Estoy contigo. Nadie se merece una muerte así, pero en este caso él solo se lo buscó dejando un reguero de muertes a lo largo de su vida.
Pues ponte en la otra opción:
vivir como una rata, morir como Dios...
(no me mola)
jajajajaja
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