Si Ud. va a un mercadillo y le ofrecen
por unos pocos euros un bolso de una famosa firma francesa, que en una tienda
convencional costaría miles, estoy seguro de que no le quedará ninguna duda de
que el bolso es falso y de ínfima calidad.
En ese caso, si Ud. se encuentra en una campaña electoral (que tampoco se
diferencia tanto de un mercadillo) y le ofrecen increíbles promesas que no secunda
ningún partido convencional, ¿por qué es capaz de dudar, siquiera por un
instante, de que le van a engañar?
Y no sólo porque sus primos griegos, con apenas unas horas en
el poder, hayan demostrado que mentían como bellacos, sino porque, como demuestra
la experiencia, no existen los chollos, y cualquiera que afirme lo contrario le
está intentando vender una versión más o menos elaborada del timo de la
estampita.
Se trata de un razonamiento tan claro
y evidente que, si el elector fuera racional, un partido milagro no debería poder aspirar a poco más que un puñado de
votos, pero todos sabemos que no es así.
Cuando la gente se encuentra desesperada, hace
más caso a sus instintos que a la razón (en condiciones normales también, pero
menos). Si Ud. padeciese un cáncer incurable y terminal, y un embaucador con el
necesario poder de convicción le asegurase que podía sanar comiendo palomitas
cabeza abajo, es bien posible que le hiciese caso.
Y en este país hay muchos
desesperados, en concreto cuatro millones y medio, justo los que engrosan las
listas del INEM, así que apriétense los machos.
PD: Quien Uds. saben debería pagarme royalties cada vez que habla de
“la casta”. Aquí
se prueba que un servidor acuñó ese término hace más de cuatro años.
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