En toda pelea callejera a vida o muerte, quien gana
es el que no participa, bien lo sabía Rajoy cuando mandó a Soraya al debate a
cuatro.
Me llevo la sensación de que Sánchez no lo
había preparado convenientemente (no supo justificar el origen de ninguno de
los datos que trató de blandir contra el todavía presidente), y pecó de
ingenuidad pretendiendo que Rajoy, cual saco terrero, encajase sin pestañear
cualquier golpe que se le antojase asestar. En su primera intervención, Sánchez
debía haberle advertido a Rajoy que no basase toda su argumentación en
compararse con el gobierno de Zapatero, al que el actual líder socialista no
perteneció, y así hubiera desactivado su principal recurso dialéctico. Pasó de
puntillas por lo que debía de haber constituido el punto fuerte de su discurso
(que la recuperación económica del país ha obedecido más a factores externos
que a la gestión del ejecutivo) y se empeñó en personalizar (y ahí la cagó sin
paliativos) la corrupción sobre Rajoy, en lugar de insistir en su
responsabilidad ineludible sobre los actos de demasiada gente demasiado próxima a él.
Por su parte, Rajoy sacó partido de la bisoñez de
su adversario y recurrió una y otra vez a lo único que podía emplear, el millón
de empleos creado frente a los dos destruidos de la última legislatura de ZP,
hasta el punto de llegar a aburrir.
Mientras tanto, Rivera e Iglesias frotándose las
manos, testigos regocijados del espectáculo lamentable que contemplaban.
Por cierto, me sorprende, a la vista de todos los
sondeos, que Rivera no base su campaña en insistir en que el verdadero voto
útil del votante moderado es votarle a él: con un brevísimo porcentaje y en
virtud de la ley d’Hont podría arrebatarle al PSOE un tercio de sus escaños, y
con ello evitar que forme coalición con los radicales (o lo que sean) de
Iglesias.