Admito que,
cuando salieron elegidas Carmena y Colau y una vez asumido lo inevitable, albergaba la vana ilusión de que no tuvieran
nada que ver con la ambición insaciable Pablo Iglesias y se tratase de dos
simples personas animadas con los mejores propósitos de trabajar en favor de
sus vecinos.
Sin descartar
del todo lo mis ingenuas aspiraciones, no se puede ignorar el irrefutable hecho
de que tener al mando a un tonto bienintencionado, tal como demostró ZP, puede
ser tan dañino para sus gobernados que haga bueno a cualquiera que le suceda.
Como decíamos
ayer, al mejor estilo de Fray Luis, las alcaldesas de las mayores urbes de España
parecen haberse puesto de acuerdo para gobernar a golpe de ocurrencia, como si
el ejercicio de regir una urbe de millones de habitantes tuviese la misma
trascendencia que elegir un nuevo estilismo de cara al verano. Si lo mejor que pueden hacer por el gobierno
de sus respectivas ciudades es poner tasas a los cajeros o congelar las
licencias turísticas, además de buscar sendos cholletes para los familiares de
turno, ya pueden ir dimitiendo cuanto antes, porque me causa pavor imaginar de
qué serán capaces cuando se sientan seguras en el cargo.
Nos hemos
creído que cualquiera puede gobernar una ciudad de cinco millones de
habitantes, como si cualquiera pudiera dirigir una de las empresas del IBEX 35,
y es posible que así sea, siempre que se limite a molestar e interferir lo
menos posible y dejar hacer a los técnicos que tiene debajo; no obstante, si lo que se
pretende es reinventar la pólvora a estas alturas, lo más probable es que
acabemos todos chamuscados.
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