La obra de Roberto Bolaño, que le valió el premio Herralde y el reconocimiento internacional, no es una novela convencional, y no sólo por su singular estructura, que a un servidor le cuesta creer que sea del todo premeditada. Aunque su prosa no exhiba la elaborada perfección de la de Juan Manuel de Prada, es evidente que se trata de una de las obras cumbres de la narrativa en español del siglo XX.
Cuando se aborda su lectura, uno imagina que se enfrenta a la típica historia iniciática, a todas luces bien hilvanada, aunque quizás con demasiada profusión de escenas venéreas. No obstante, la segunda parte del libro, un auténtico microcosmos, te sorprende con el paso cambiado y no entiendes por qué ha desaparecido el personaje de Juan García Madero, el protagonista de la primera parte. Sin duda este tramo es el que resulta más original del libro, con una narración coral en la que, de forma indirecta, se van conociendo las andanzas de Lima y Belano, los poetas fundadores del realismo visceral, el último un alter ego del autor.
Para sorpresa del lector, que a estas alturas se pregunta por el sentido de la novela, la tercera parte retoma la narración donde la dejó la primera. Si no hubiese existido la segunda parte, uno asumiría que ha leído un magnífico libro, pero sin las características que le permiten a este ser recordado por encima de otros. Aun así, su lectura deja vivo una suerte de sentimiento de que uno ha contemplado una obra magna, titánica e inabordable, monumental pero inconclusa.
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