Se nos marcha
Carlos Herrera, y nos deja huérfanos de radio, con esa suerte de vacío cósmico
que sólo resulta de las mayores pérdidas.
Apenas han
pasado unos días, y ya añoro su voz en el coche, de camino al trabajo,
conminando a los camastrones a abandonar el lecho; su campechanía y sencillez
con la gente de la calle, así como su firmeza y su ausencia de pelos en la
boca, por más que luciese barba, cuando entrevistaba al mandatario de turno (con el rico y el
poderoso, hay que ser orgulloso, que decían en historias de Filadelfia).
Nos deja
Carlos Herrera, y la radio nos parece menos una compañía, un cómplice, que
un aparato que mete ruido. Las mañanas se antojan grises sin esa forma suya
de reír los chascarrillos a la gente más graciosa y ocurrente, a la que parecía atraer
como una suerte de irresistible imán.
Nos dejas,
Carlos, como ese tío predilecto que emigraba por sorpresa Alemania, huérfanos
de duende, pero sobre todo nos dejas con esa incertidumbre de la hija que
abandona la carrera en el tercer curso, y el padre no sabe si es para meterse a
monja o a corista.
Nos dejas, Herrera,
en la desazón de tanto fósforo mojado, de angustias mañaneras y silencios de
radio.
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