Paul Auster, en Leviatán, pone en boca del protagonista las siguientes palabras: “Después de escuchar a Sachs en el bar, supuse que había escrito una primera novela convencional, uno de esos intentos apenas velados de novelar la historia de la propia vida”
¿Realmente es algo tan recurrente? Al parecer, debe ser así.
Sombras chinescas no es mi autobiografía, pero hay muchos aspectos, sobre todo lugares y situaciones, que le he tomado prestados a la experiencia. Incluso muchas de las expresiones del protagonista son propias, hasta el punto de que mi esposa decía, refiriéndose a algún pasaje del libro, que yo hacía esto o lo otro y, por más que le repetía que, aunque el libro estuviese narrado en primera persona, no se trataba de mí, sino de un personaje ficticio, incurría una y otra vez en la confusión.
El arranque de Sombras chinescas se basa en un hecho real, un suceso luctuoso relatado en una nota de prensa –que se cita literalmente– y que le costó la vida a una ciudadana belga. La gestación de la novela, recorrió una trayectoria paralela.
Admito ser un lector compulsivo, que ha consumido toda la literatura que cualquier escritor de prestigio jamás se atrevería a confesar que ha leído, a la par de mucha de la que figura en los estantes de las bibliotecas de más tronío, admitiendo padecer, entre medias, grandes agujeros negros. Por aquellos tiempos, el que suscribe sentía gran admiración por Pérez Reverte, especialmente por su habilidad para hilvanar historias de suspense a partir de supuestos atípicos, como la restauración de un viejo cuadro o un manuscrito perdido.
Aunque no quería imitarle en modo alguno, me plantee como meta construir una historia de suspense partiendo del protagonista –un hombre de múltiples oficios y perdedor nato, que en la época de los hechos se gana la vida como “negro” literario– y una historia real –la antes citada– que hallé por el sencillo método de rezar a San Google hasta que di con algo que me convino. Aunque esta era la intención, en principio buena, la historia fue evolucionando como si tuviese voluntad propia –algo que también debe ser común entre escritores primerizos– y aunque, hasta el final mismo de la novela, la intriga es el principal hilo conductor, la trama se desmanda por momentos, incluyendo escenas auténticamente esperpénticas, y tampoco está exenta de una cierta crítica costumbrista.
Muchos de los que la han leído, dicen que les recuerda a Eduardo Mendoza, especialmente a las novelas del protagonista sin nombre (el misterio de la cripta embrujada, el laberinto de las aceitunas y la aventura del tocador de señoras). Aunque debo admitir que existen ciertos paralelismos –el que no se sepa el nombre del protagonista y la historia narrada en primera persona, con un lenguaje un tanto barroco– en ningún momento traté de inspirarme en él, al menos conscientemente, y el citado lenguaje no se debe a otra cosa que la admiración que el autor siente por Quevedo y a la geométrica perfección de su prosa, semejante a formulación de teoremas a base de palabras.
El caso es que proseguí escribiendo la novela, fundamentalmente por demostrarme si era capaz de hacer tal cosa. Como cualquier escritor novato, al poner las tres letras mágicas, “FIN”, albergué el firme convencimiento de que había alumbrado una obra maestra, por lo que, sin dudarlo un instante, hice las copias reglamentarias y la envié a concursar al premio Planeta.
En otra entrega se lo cuento.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario